Él debatía entre su causa original, las palabras, el alcohol y las buenas nuevas, aquellas mujeres que había soportado en el transcurso de la noche, sobre el pesado aspecto de su rostro y sus perversas manipulaciones. Nada nuevo entraba en el alcance de su mirada, se erigían especulaciones de futuro, las cuales las consideraba una notable falta de tiempo, pues su vida estaba estructurada según una sociedad austera y regida en parámetros limitantes del ocio fructífero.
La acera fría lo invitaba, el cigarro se alejaba de la ceniza, ella revoloteaba en el pasado, alejándose de su paso, volviéndose parte del camino, del sueño, de la infancia. No importaba, por más que se alejaba, las luces lo colocaban en su lugar, su sombra trémula lo cargaba, lo restringía, la carga de la culpa, su cuerpo se dibujaba delante de él, atrás, a su lado, no escapa, se tenía a sí mismo, sino eran los postes de la calle, era la luna, un local, su mente.
La puerta. Sus llaves, el gato, el sillón, la puerta, la cocina, dos puertas, el refrigerador, casi dos metros, blanco, oportunidad de reconocer el frío, adentrarse en la ausencia, en la carne retenida de su natural descomposición, dos seres congelados, cómplices de la retención.
Otro día.
El baño.
La comida,
El teléfono,
Los amigos,
Abrir la puerta principal,
Caminar por el pasillo,
Bajar la escalera,
Traspasar la puerta del edificio,
La calle y su violenta bienvenida, los reojos, un sol potente lo liquida, le muestra sus manos e imagina la quimera del proceso, el viaje constante a la nada, adentrarse en los tejidos rojos y jugosos de la historia que se rasga, que se divide entre el pasado y el abismo.